Tambores y fanfarrias
Por: Alfredo Molano Bravo
El Espectador
Por: Alfredo Molano Bravo
El Espectador
*cartelera: estudiante Nuestra Señora de Fátima/ Popayán
El gobierno prepara un gran desfile militar en Bogotá para conmemorar el Bicentenario y, de paso en paso, hacerse una despedida memorable. “Estaremos en la Avenida 68 desde la calle 26 hasta la calle 80. Será un desfile preparado por el Ministerio de Defensa, en el cual podremos ver todos los vestidos que ha lucido nuestra Fuerza Pública en estos 200 años”, anuncia la propaganda oficial. Se tratará de mostrar, sin ningún recato, que la Fuerza Pública fue fundada el 20 de julio y ha sido una y la misma desde esa fecha; un eje de acero que ha lucido diferentes, elegantes y honrosos uniformes durante dos siglos.
La realidad ha sido muy otra. A partir del Grito, las peleas no fueron contra los ejércitos españoles, sino entre partidas armadas criollas. Bolívar —el traidor Bolívar, como lo llamaba Morillo— armó varios ejércitos desde la Campaña Admirable hasta que por fin con los llaneros le sonó la flauta en el Puente de Boyacá. Esa tarde se fundó un ejército, pero no el nacional porque desde el Pantano de Vargas hasta Ayacucho las batallas fueron ganadas por fuerzas compuestas por venezolanos, neogranadinos, quiteños, peruanos, rioplatenses, chilenos, haitianos y hasta ingleses. Así como no predominaba lo colombiano en la composición, tampoco había uniformes parejos. Cada general mandaba hacer el suyo a su gusto y vestía a sus peones y subordinados según su fortuna y, claro, la que le deparara la guerra. Pero de ahí en adelante, ejército, lo que se llama ejército, no hubo. Y no hubo porque el siglo estuvo plagado de guerras civiles, deporte de nuestros notables. El cura Villota se levantó en 1839 en armas en el sur para defender las “comunidades religiosas menores”, suprimidas por el gobierno, y se armó la trifulca llamada Guerra de los Supremos. Después, Julio Arboleda, dueño de minas, haciendas y esclavos, se “pronunció” en Cauca para defender sus haberes. Lo enfrentaron terratenientes engalanados, meros caudillos enfierrados. Más tarde se unieron, en otra guerra, contra Melo, y después unos y otros se destrozaron en 1861. Cada partida de vencedores redactaba su propia constitución mientras los derrotados reorganizaban sus propios ejércitos. Los liberales, por fin se impusieron en el 62. Cada región tomó el nombre de estado y organizó su propia fuerza. El Ejército Nacional quedó reducido a una ridícula fuerza de 600 hombres llamados Guardias Nacionales. Sólo el estado soberano de Santander tenía mil hombres. Después los señores se enfrentarían en las guerras del 76 y el 85, de donde salió la Constitución del 86 que por fin intentaba organizar una fuerza centralizada y jerarquizada, pero aún no profesional. La Guerra de los Mil Días unificó dos cuerpos de ejército y enfrentados dejaron —o permitieron— perder a Panamá. El Ejército Nacional, el de verdad, salió de la fundación de la Escuela Militar en 1907, dirigida por una misión chilena de formación prusiana. Las ocho guerras civiles nacionales del XIX y los continuos alzamientos regionales dicen que no hubo durante los primeros cien años nada parecido a un Ejército Nacional. A la gloria, honra y demás prendas hay que quitarles la mitad, señora María Cecilia Donado. El monumento a los cascos que hay frente al Teatro Patria en Bogotá muestra qué tan nacional ha sido esa fuerza: un casco bismarckiano, usado aún en las paradas; un casco nazi que todavía se pone la Policía Militar, y un casco norteamericano, reglamentario desde nuestra participación en la Guerra de Corea hasta el Plan Colombia.
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