Opinión
Por Armando Montenegro
Colombia, a diferencia de otros países de América Latina, decidió preparar el bicentenario de su independencia de España tarde, a lo pobre y con un bajo perfil.
En lugar de asumir el liderazgo y financiar con sus recursos la celebración, el Gobierno optó por crear una fundación que realiza, aquí y allá, algunos certámenes menores, aislados, sin mayor impacto sobre la memoria histórica o la identidad nacional (hay que rescatar, eso sí, algunas actividades del Ministerio de Educación y el evento académico en Cartagena que están organizando algunos historiadores).
Los españoles, en cambio, sí tomaron muy en serio la celebración de la independencia de sus ex colonias. Varios observadores han destacado el esfuerzo que, con habilidad y dinero, han venido desplegando el Rey, los príncipes, el Presidente, los embajadores y ministros, para evitar que el bicentenario adquiera algunos visos antiespañoles. Con este propósito, se han sumado a las celebraciones e incluso, en algunos países, han tomado el liderazgo y están consiguiendo que éstas se conviertan en otro instrumento para acrecentar su cercanía con los latinoamericanos.
En ciertos países desganados por el bicentenario, la interacción de los propios príncipes con funcionarios de bajo perfil, seguramente arrobados ante su presencia real y agradecidos por sus aportes, puede tener un impacto sobre los contenidos de las celebraciones. Es casi imposible que los funcionarios locales no eviten o, al menos, no mitiguen la difusión de aquellos eventos y conflictos que pudieran lastimar la sensibilidad de sus patrocinadores españoles.
Hasta ahora, el acto más importante en la preparación colombiana del bicentenario ha sido la presencia del príncipe Felipe y la princesa Letizia. Y al paso que van las cosas, la conmemoración de la lucha de los colombianos en contra de don Fernando VII va a seguir siendo influenciada por los propios descendientes de la casa de Borbón. La culpa, obviamente, no es de los españoles, es de los colombianos, que nunca le dieron importancia al bicentenario ni han reflexionado sobre sus implicaciones.
En 1989, los franceses no hubieran permitido que los propios Borbones orientaran las celebraciones del bicentenario de una revolución que decapitó a uno de los suyos. Tampoco en Estados Unidos se hubiera tolerado que los miembros de la casa real británica hubieran tenido alguna injerencia en la celebración de los doscientos años de la independencia.
Un reconocido historiador, crítico de la excesiva influencia sobre la frágil Fundación para el Bicentenario, me decía con razón que no se trata de insistir en que esta celebración en Colombia tenga una orientación antiespañola. Señalaba que ésta debería ser una conmemoración de los colombianos y de otros países americanos, sin interferencias extrañas. (Anotó, en broma, que, a punta de tanto príncipe, se corre el riesgo de que en Colombia se termine exaltando a Pablo Morillo e ignorando a Camilo Torres y a Antonio Nariño).
En lugar de tanto manejo diplomático, España podría vincularse al bicentenario de la independencia con la devolución incondicional del tesoro quimbaya. Este sería un gesto cargado de valor simbólico, que podría acompañarse de actos culturales para reflexionar sobre el significado del retorno a América de una pequeñísima porción del oro precolombino.
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