MONOLOGOZ
Pablo Emilio Obando Acosta
Tal la consigna coreada por los chapetones en la América española en los albores del siglo XIX. Los indígenas, los campesinos y las clases populares repetían el estribillo al salir de las pulperías y las chicherìas el día de mercado. La verdad es que al pueblo no le faltaban razones para sentirse descontento con la clase dirigente americana; y al hijo de español nacido en America tampoco. Las altas contribuciones económicas al tabaco, al aguardiente, a los cultivos y a los pocos productos que se producían en esta parte del mundo hacían inviable el florecimiento de la industria regional. Lo poco que se lograba acumular servía únicamente para sostener el lujo y el confort de una corte allende el mar. El descontento era generalizado y el deseo de liberarse de ese yugo impulsa a los pocos ilustrados de nuestro continente a buscar mecanismos de liberación. Pero el indio y el campesino, por tradición y cultura, más que por principios, veía en El Rey a un enviado de Dios en la Tierra, al heredero de un mandato otorgado por facultades divinas que hacia inviable el solo hecho de pensar en sustituirlo. La voz del Rey era la voz de Dios y como tal sagrada.
Y para hacer revoluciones se necesita pueblo, indios, campesinos, turba que enarbole una bandera roja o azul o un estandarte con leones y soles. Eso lo entendieron claramente los chapetones que armaron la revolución en suelo americano; había que cambiarlo todo, decían, para que todo siga igual. Había que herir de muerte a la bestia por el flanco menos notorio. Y lo encontraron en la autoridad de unos gobernantes que cumplían fielmente los mandatos del Rey, se atacó al régimen español sin menoscabar en la mentalidad del indio la figura egregia del monarca; no era el Rey quien imponía los tributos, no era el rey quien sojuzgaba al pueblo, al indio, al descastado. Los culpables de tanto impuesto, alcabalas, mitas y gravámenes eran unos funcionarios corruptos que abusando de las distancias y los mares imponían el terror en suelo americano.
Se podía estar en contra del gobierno, pero no del Rey. Al indio esa lógica le era natural y fácil. En su mente no existía otra forma de interpretar su realidad y abogaba en sus adentros para que un día no muy lejano ese distante Rey se digne venir a gobernar con su carnita y sus huesitos en tierra americana. Esa sería su redención y el fin de una casta opresora que abusaba de una autoridad conferida de buena fe. Y de su embriaguez consuetudinaria resbalaba cómoda la frase creada para animar su frustración y arrastrarla al campo de la rebeldía y la revolución: ¡!Viva el Rey, abajo el mal gobierno!! Y así, el indio, el negro, el campesino y el descastado contribuyeron a cambiar el orden de las cosas para que todo siga igual… o peor. Se cambió una corona por una charretera.
Para el obrero la cosa es igual. Protesta por todo y contra todos: por el salario mínimo, por la carestía, por los decretos lesivos que hacen de la salud el negocio de la muerte, por el hambre y la pobreza, por el desempleo que carcome sus entrañas, por la miseria que es su sino natural, por la carestía y el alza de la gasolina, por la guerra y los desplazamientos; por la sopa amarga que alimenta sus entrañas, por el hijo muerto en batalla, por la inseguridad y la corrupción. Y de su garganta brota una nueva frase, hecha a la medida de nuestros días y de su hambre: “Viva Uribe, abajo el mal gobierno”. Y mientras la mayoría del pueblo colombiano rechaza las medidas arbitrarias de un estado de emergencia social, la misma mayoría está dispuesta a votar un referendo para re-elegir las mismas políticas económicas y sociales que lesionan sus propios intereses ciudadanos. ¡!Viva el Rey, abajo el mal gobierno!! ¡!Viva Uribe, abajo su política estatal!! Al fin de cuentas somos los mismos indios en distintos cueros, los mismos descastados ignorantes y fatuos que elegimos una y otra vez nuestra propia desgracia. Cuan lejana está la democracia de nuestra tierra y para el indio y el alpargatudo la misma suerte les corre por sus pantorrillas bajo la egida de una corona, una charretera o unos huesitos y una carnita que al tiempo que los redime los condena a un destino miserable. Triste designio de un pueblo que toca el cielo con sus manos ensangrentadas; oración de ebrio en regazo de virgen parturienta.
peobando@gmail.com
Tal la consigna coreada por los chapetones en la América española en los albores del siglo XIX. Los indígenas, los campesinos y las clases populares repetían el estribillo al salir de las pulperías y las chicherìas el día de mercado. La verdad es que al pueblo no le faltaban razones para sentirse descontento con la clase dirigente americana; y al hijo de español nacido en America tampoco. Las altas contribuciones económicas al tabaco, al aguardiente, a los cultivos y a los pocos productos que se producían en esta parte del mundo hacían inviable el florecimiento de la industria regional. Lo poco que se lograba acumular servía únicamente para sostener el lujo y el confort de una corte allende el mar. El descontento era generalizado y el deseo de liberarse de ese yugo impulsa a los pocos ilustrados de nuestro continente a buscar mecanismos de liberación. Pero el indio y el campesino, por tradición y cultura, más que por principios, veía en El Rey a un enviado de Dios en la Tierra, al heredero de un mandato otorgado por facultades divinas que hacia inviable el solo hecho de pensar en sustituirlo. La voz del Rey era la voz de Dios y como tal sagrada.
Y para hacer revoluciones se necesita pueblo, indios, campesinos, turba que enarbole una bandera roja o azul o un estandarte con leones y soles. Eso lo entendieron claramente los chapetones que armaron la revolución en suelo americano; había que cambiarlo todo, decían, para que todo siga igual. Había que herir de muerte a la bestia por el flanco menos notorio. Y lo encontraron en la autoridad de unos gobernantes que cumplían fielmente los mandatos del Rey, se atacó al régimen español sin menoscabar en la mentalidad del indio la figura egregia del monarca; no era el Rey quien imponía los tributos, no era el rey quien sojuzgaba al pueblo, al indio, al descastado. Los culpables de tanto impuesto, alcabalas, mitas y gravámenes eran unos funcionarios corruptos que abusando de las distancias y los mares imponían el terror en suelo americano.
Se podía estar en contra del gobierno, pero no del Rey. Al indio esa lógica le era natural y fácil. En su mente no existía otra forma de interpretar su realidad y abogaba en sus adentros para que un día no muy lejano ese distante Rey se digne venir a gobernar con su carnita y sus huesitos en tierra americana. Esa sería su redención y el fin de una casta opresora que abusaba de una autoridad conferida de buena fe. Y de su embriaguez consuetudinaria resbalaba cómoda la frase creada para animar su frustración y arrastrarla al campo de la rebeldía y la revolución: ¡!Viva el Rey, abajo el mal gobierno!! Y así, el indio, el negro, el campesino y el descastado contribuyeron a cambiar el orden de las cosas para que todo siga igual… o peor. Se cambió una corona por una charretera.
Para el obrero la cosa es igual. Protesta por todo y contra todos: por el salario mínimo, por la carestía, por los decretos lesivos que hacen de la salud el negocio de la muerte, por el hambre y la pobreza, por el desempleo que carcome sus entrañas, por la miseria que es su sino natural, por la carestía y el alza de la gasolina, por la guerra y los desplazamientos; por la sopa amarga que alimenta sus entrañas, por el hijo muerto en batalla, por la inseguridad y la corrupción. Y de su garganta brota una nueva frase, hecha a la medida de nuestros días y de su hambre: “Viva Uribe, abajo el mal gobierno”. Y mientras la mayoría del pueblo colombiano rechaza las medidas arbitrarias de un estado de emergencia social, la misma mayoría está dispuesta a votar un referendo para re-elegir las mismas políticas económicas y sociales que lesionan sus propios intereses ciudadanos. ¡!Viva el Rey, abajo el mal gobierno!! ¡!Viva Uribe, abajo su política estatal!! Al fin de cuentas somos los mismos indios en distintos cueros, los mismos descastados ignorantes y fatuos que elegimos una y otra vez nuestra propia desgracia. Cuan lejana está la democracia de nuestra tierra y para el indio y el alpargatudo la misma suerte les corre por sus pantorrillas bajo la egida de una corona, una charretera o unos huesitos y una carnita que al tiempo que los redime los condena a un destino miserable. Triste designio de un pueblo que toca el cielo con sus manos ensangrentadas; oración de ebrio en regazo de virgen parturienta.
peobando@gmail.com
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