Por: Julián López de Mesa Samudio
LA HISTORIA ESTÁ DE MODA. ESTE AÑO nuestro país y sus vecinos conmemoran sus primeros doscientos años de vida republicana.
Las celebraciones del Bicentenario han comenzado hace meses y han dado pie para todo tipo de usos y abusos de la Historia. Desde sesudos estudios y profundas investigaciones académicas que muy pocos leen y que reevalúan y cuestionan hitos y mitos del proceso independentista, hasta la popularización y el mercadeo del chisme histórico fomentado por los medios masivos de comunicación, el Bicentenario ha dado para todo. Desafortunadamente, también está siendo utilizado por políticos y sus ideólogos, quienes manipulan el discurso independentista tratándolo de actualizar para usarlo como justificante de sus exabruptos y excesos.
Pero más allá del uso coyuntural o mercantil que se le está dando a esta celebración, el Bicentenario también es una oportunidad inapelable para reflexionar acerca de nuestra propia existencia como nación independiente y, en últimas, acerca de nuestra propia identidad como colombianos. El tema de la identidad nacional ha sido un tema recurrente de nuestra historia y las respuestas en verdad no solucionan la cuestión acerca de lo que es ser colombiano. Desde la idea decimonónica según la cual Colombia es hija de Occidente y preservadora legítima de sus tradiciones, a las no menos absurdas ideas contemporáneas que pretenden revivir artificialmente indigenismos y africanismos a fuerza de corrección política y vergüenza colonial; pasando por los lugares comunes borgianos de Ulrica, a los discursos sensibleros y apasionados acerca de las bellezas naturales y la “gente linda” que la campaña Colombia es Pasión ha sabido explotar hábilmente, la mayor parte de estas respuestas no corresponden a la realidad de Colombia hoy.
Con esto en mente voy a aventurarme a responder ahora la pregunta, consciente de que mi respuesta es igualmente limitada y que tendrá más detractores que simpatizantes. El colombiano es ante todo un reproductor. Un repetidor de gestos, palabras, actitudes y pensamientos de otros. Siempre lo ha hecho. Quizá por eso ha sido tan difícil definirnos: porque nuestras referencias identitarias casi siempre se dan por comparación con otros. La premisa parece ser que lo que funcionó o funciona para aquellos, debe necesariamente funcionar para nosotros. En el siglo XIX, nuestro afán imitativo nos llevó a adoptar torpemente el discurso positivista y moderno y los ideales y valores europeos en boga en aquella época sin tomar en cuenta nuestras particularidades. Es por esto que el escudo, uno de los símbolos más importantes de la nación, tiene muy pocos elementos que hagan referencia a Colombia o su historia: un gorro frigio; las cornucopias de Amaltea; “Libertad y Orden”; la rama de laurel; etc. Símbolos foráneos o caducos que nada tenían —ni tienen— que ver con nuestra realidad.
Hoy en día, en vísperas del Bicentenario, el colombiano sigue calcando sin mayor reflexión. Nuestra identidad actual está cimentada en las imposiciones del mercado globalizado (como en muchos otros lugares). No es entonces casualidad que una de las cadenas de supermercados más conocidas de nuestro país promueva con orgullo y hasta con cierta candidez el consumo de pavo para el Día de Acción de Gracias, o que en esta semana que pasó nos hayan felicitado por el día de San Valentín, o que las decoraciones navideñas de los centros comerciales reproduzcan la geografía, fauna y clima del invierno al norte del Trópico de Cáncer.
Julián López de Mesa Samudio
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