Por Carlos Bastidas Padilla
A pocos meses de conmemorar el Bicentenario de nuestra independencia, nos inquieta la idea de saber si lo que nuestros próceres lograron fue la independencia o la libertad. Desde el Descubrimiento de América hasta el año de 1810 habían pasado más de trescientos años, y estos países que ahora son, repúblicas, supuestamente, democráticas y soberanas, vinieron a dar en virreinatos y capitanías donde se ejercía el poder soberano de un rey lejano que gobernaba desde allá, pero que desde acá se mandaba. “El Rey gobierna, pero no manda”, se decía entonces; pero quienes mandaban eran los mismos peninsulares, absolutistas, de férrea raigambre tradicionalista; por ello, interesados en mantener el espíritu y las formas medievales de vida y de gobierno en América; cuando era en la misma España en donde cobraba vigencia una tendencia liberal moderna que vino a dar en la Revolución de Riego que facilitó acá nuestro proceso ideológico independentista en cabeza de ideólogos ilustrados como Camilo Torres, Antonio Nariño, Francisco Antonio Zea, Francisco de Paula Santander, Jorge Tadeo Lozano; Francisco José de Caldas, José Manuel Restrepo, Pedro Fermín de Vargas, entre otros.
Estos hijos de españoles, pero nacidos en América, hacendados, mineros, comerciantes, miembros de la administración virreinal, lanzados a la revolución contra el Rey conformaron juntas de gobierno depositarias de la soberanía nacional (a la manera española cuando Fernando VII estaba en poder de Napoleón), firmaron las “Actas” y organizaron gobiernos autónomos embelesados en la soberanías regional que devino en guerras civiles y en cambios constitucionales al día de los intereses partidistas y de los caudillos regionales que cuando la inestabilidad constitucional cesó se convirtieron en gamonales, que si bien no movilizaban sus huestes a los azares de la guerra, las arrastraban a las urnas electorales para perpetuar legalmente su poder fincado en la supremacía de la casta y en el dominio económico siempre insatisfecho, expansionista y falsamente paternalista. Se había logrado la independencia de la metrópoli; pero no la libertad, si seguía el “pueblo soberano” huérfano de poder y víctima ahora de un gobierno central que antes se llamaba virrey y ahora presidente; del hacendado que antes llamado encomendero, y de la Iglesia que siguió siendo la misma, acomodándose a las circunstancias, como el murciélago entre los pájaros y los ratones.
Vamos a celebrar el Bicentenario de nuestra gesta independentista; pero la independencia, en sí, no es suficiente cuando se trata de construir un país que sea una patria para todos. No basta con la independencia: la libertad debe ser el máximo logro, el más elevado, el más perfecto. Nuestros próceres de hace doscientos años nos empujaron a los campos de la guerra para conseguir la independencia de España, y nos engolosinaron con la prédica de la Libertad ideal; pero nada dijeron de la Libertad real, de la libertad con tierra, con vivienda, salud, trabajo, educación y alternativas de acción y vida. La independencia la logramos todos, con nuestro sudor, con nuestras sangres, con nuestras vidas: la Libertad la estamos buscando todavía, porque con ella se quedaron los detentadores del gobierno a puerta cerrada, los que se apropiaron y se quedaron con la tierra, con los medios de producción, con el negro, con el indio, con el obrero, con la mano de obra barata, con las arcas del presupuesto estatal, con el cuño de hacer monedas, con el ejército libertador, y con la bendición de Dios.
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