El Sainete Del Bicentenario
por Eduardo Escobar
El Tiempo.com
El alcalde en la plaza de Bolívar lucía abochornado y complacido. Todo era de una candidez conmovedora. Eso de celebrar a estas alturas de un siglo científico, corrompido, confuso, tan cerca de las estrellas, el bicentenario de una independencia hipotética con vuelos de globos de helio pintados y pantomimas de virreyes vestidos de muselinas de la utilería de la escuela distrital de teatro es pueril por lo menos. Cándido. Y también significativo.
Este país es menos mágico de lo que se piensa, a pesar de la Operación Jaque y García Márquez, pero tiene una lógica. Según los intérpretes de almas, los freudianos y los otros, los individuos y las sociedades disfrazan con mascaradas los remordimientos reprimidos. Pecados sin confesar. El sentimiento de culpa por la independencia en este caso.
Ya no sé cuántos académicos ilustres, sesudos teóricos políticos y simples comentaristas de prensa plantearon la pregunta matrera que es el nudo del problema existencial de la nación. En qué momento se jodió Colombia. La respuesta es más simple de lo que suena. Colombia comenzó a joderse el día de julio del grito de independencia. En síntesis, el alboroto incongruente se incubó en los derechos del hombre de la revolución francesa traducidos por Nariño; que provocaron la ruptura de un florero en medio de declaraciones de adhesión a un rey remoto, y todo culminó con un parricidio ceniciento y la fuga de Bolívar.
Pero la cosa comenzó a joderse antes. Con los comuneros. Otro bochinche sacralizado como el de julio y el de agosto, que tramaron las aristocracias del tabaco contra el mejor de los virreyes que mandó España. El ilustrado Góngora. Un reformador que además fue el fundador del romanticismo americano con los primeros estudios sistemáticos sobre la flora virreinal. Porque Colombia es un país profundamente conservador. Y eso oculta y evidencia la farsa con muselinas y virreyes de crema Ponds.
Hace cincuenta años la gente envejecía en mi pueblo andino en la nostalgia de algún pariente de ultramar, compraba el escudo del apellido de la estirpe por correo de España y lo entronizaba sobre la chimenea inconsciente del candor del ritual. Entonces se exaltaba el vasco en Bolívar, al español cerril manifestado en el vicio de mandar, el gusto por la acción, y la inclinación a la violencia. Estos tiempos democráticos la gente se pela por rebuscar en sus antepasados una pinta de sangre antropófaga, en el torrente sanguíneo una princesa aborigen, una negra alzada del palenque. Y Bolívar se volvió caribe. Los héroes también cambian como las nubes.
Todo encubre la misma dificultad para entender el presente sin los falsos consuelos de una nobleza heroica que no sirve para nada más que para montar sainetes y zurcir retóricas de aspavientos, que ponen por el cielo, como un olimpo de miserias subidas, a esos que llamamos nuestros próceres con pompa.
Pero, ay, son demasiado humanos En una carta a fray Francisco Javier Florido, el nombre le cae de perlas, Bolívar le reprochaba: su reverencia me ha querido elevar tanto que me ha reducido a la imposibilidad de seguir el arrogante vuelo… La carta recuerda la que escribió a Olmedo, que vio los dioses de Roma en el cielo de Junín.
Dicen que Bolívar se anticipó. Lo hizo en un sentido. Otro siglo de colonia no hubiera sobrado en América. A él mismo, en los ratos de melancolía, lo desasosegaba el temor muchas veces y dudaba de si esas masas que había libertado contra sí mismas iban a ser capaces de autogobernarse con alguna decencia. Por eso fraguaba esos delirios que solo asaltan a la gente en las hamacas, imposibles de cumplir, como el poder moral que educara a los senadores (aunque se le cumplió el del senado vitalicio y hereditario).
Ay, nuestros héroes son demasiado humanos. Y los globos que echamos para honrarlos, demasiado pueriles. Como Olmedo. Y como fray Florido
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