POR: DARIO ACEVEDO CARMONA
Doctor en Historia Universidad de Huelva, España
Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia,
sede Medellín
Mucho se ha escrito y se escribirá en torno a asunto tan importante como la independencia colombiana. Hay debates interesantes como el que nos remite a la fecha exacta: 20 de julio de 1810 o 7 de agosto de 1819. Los que se inclinan por la primera ponen el énfasis en la tradición histórica latinoamericana según la cual la caída de la monarquía española a manos de Napoleón y la entronización del hermano de éste, José I, como nuevo rey en reemplazo de Fernando VII, provocó el surgimiento del espíritu republicano y liberal.
A su manera, los criollos que deseaban más que ser independientes, tener condiciones de igualdad en la representación política con vista a las sesiones de la Cortes de Cádiz, convocadas en la Península para enfrentar la invasión, recuperar la soberanía y reponer al rey Fernando pero en los términos ya de una república, proclamaron la independencia desde 1809 en una seguidilla de actos y reuniones democráticas en las que se estipuló, en términos políticos, la independencia de estos territorios y se estableció que serían gobernados por sus habitantes. El poder del rey quedó sujeto a una imposible condición: venir a ejercer su autoridad en América.
En esta perspectiva, era claro que la independencia tuvo un carácter marcadamente político y nulo de militar. El sacrificio vino posteriormente después de la recuperación del trono español por Fernando VII y la organización de una de las empresas militares de mayor calado en la época, la Reconquista. Pero, la ausencia de gesta militar heroica no debilita el punto de vista de quienes afirman que la independencia empieza con el gesto simbólico de proclamar la soberanía. Las asambleas y cabildos que se realizaron en todo el continente se inspiraron en ideales republicanos, en los nuevos contenidos que a las ideas de libertad, república y democracia le habían sumado los procesos revolucionarios de los Estados Unidos de Norteamérica 1776 y Francia 1789.
Los historiadores que defienden esta posición también se apoyan en la tradición y en la memoria de los pueblos. Esto quiere decir que los hechos no son realidades puras o netas, que están sometidos a la intervención que sobre ellos realizan tanto los estudiosos como quienes gobiernan y las gentes que los recuerdan y los incorporan a su memoria. Los hechos sobresalientes de la historia de las naciones son significados y re-significados incesantemente, de tal suerte que generalmente terminan siendo más importantes para las generaciones futuras que para las que los vivieron directamente.Ello se puede apreciar en el hecho de que la celebración de la independencia colombiana como también la de otros países, dio lugar a un debate posterior que permitió construir un consenso de los gobernantes sobre la fecha que finalmente fue fijada y sancionada por una ley.
Por tanto, la definición del 20 de julio no es un acto natural o espontáneo. Los gobernantes de la naciente república, procedieron de la misma forma que estaban haciéndolo los de otros países: establecer un día de regocijo nacional de carácter festivo que en unos casos está ligado a gestas heroicas de tipo militar y en otros a hechos políticos de singular importancia. La fiesta nacional con el paso de los años se fue llenando de contenidos y de simbolismos que fueron asumidos por la población como elementos propios de su identidad. Por ello es que se hace difícil, por no decir ineficaz e inútil, intentar adoptar una fecha diferente a la que, independiente de su certeza o veracidad, ha sido acogida por todas las generaciones de colombianos en estos doscientos años de existencia.
Quienes piensan que la fecha real de independencia es el 7 de agosto tienen razones de gran peso. Evidentemente, la batalla de Boyacá representó el fin de toda dominación española sobre suelo colombiano. En ese sentido ha dado lugar a celebraciones destacadas. Sin embargo, estas nunca han alcanzado la dimensión que tiene la del 20 de julio.El gran historiador francés Georges Duby, en uno de sus últimos textos (La Historia continúa), decía, al referirse a un tema similar, la Batalla del Domingo de Bouvines y su lugar privilegiado en la historia de la nación y de la identidad francesa, que la batalla en sí misma no había supuesto un gran despliegue de fuerzas, y que su significación fue acrecentándose con las celebraciones posteriores. Esta reflexión nos puede ayudar a comprender tanto la pertinencia o impertinencia de un debate sobre temas de tanto significado para un pueblo como lo es el de su independencia, también sobre la importancia de la tradición y de la ley (por la cual se toman decisiones al respecto de celebraciones) e igualmente y ya más referido al campo de los especialistas y los teóricos de la Historia sobre los hechos, en el sentido de si ellos existen por fuera de las interpretaciones y significaciones que se les ha dado a través del tiempo. Así por ejemplo, podemos decir que aunque los hechos del 20 de julio no hubiesen sido lo suficientemente categóricos para concluir que ahí se dio nuestra independencia, lo que vale y lo que ha hecho de esa fiesta algo que es parte de nuestra piel y de nuestra identidad es la ley que la llenó de contenido recordatorio y memorable y por supuesto la aceptación popular que tuvo esa decisión que la convirtió en fecha mítica y legendaria, por tanto, indiscutible. También podríamos decir lo mismo respecto del 7 de agosto, pues es probable que teniendo en cuenta el desarrollo de las artes militares de la época, la batalla no haya tenido la envergadura que se le atribuye. Sin embargo, las leyes que le dieron estatus de grandeza, la memoria popular transmitida espontáneamente y las celebraciones rituales la hicieron grande y magnífica, de tal suerte que se convirtió, como la del 20 de julio, en evento en el orden del mito y la leyenda. Y en la memoria de los pueblos eso es lo que vale, lo demás no dejan de ser disquisiciones muy doctas entre especialistas.
Medellín, julio de 2009
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