miércoles, 20 de enero de 2010

El bicentenario... del 'Gatopardo'

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POR: JUAN ESTEBAN CONSTAIN

El caso de Giuseppe Tomasi, onceno príncipe de Lampedusa, es uno de los más conmovedores y ejemplares en la historia de la literatura. No fue un poeta maldito, y ni siquiera un poeta; no aparecía en manifiestos, ni leía a Bolaño, ni sufría en vez de escribir o por hacerlo.

Era el resignado e imposible heredero de una isla que más les pertenecía a las piedras, y sus títulos de nobleza apenas le alcanzaron para comprar libros y dulces en Palermo, y para darles clases de literatura inglesa y francesa, cuyos rincones conocía con maestría, a un sobrino y su mejor amigo. Llevaba siempre (cuenta Javier Marías) una edición de los sonetos de Shakespeare en el bolsillo, por si se cruzaba con cualquier vulgaridad en la calle; entonces la leía al azar, para consolarse de la humanidad.Y escribió el Príncipe una de las mejores novelas de todos los tiempos, El Gatopardo, en la que recrea precisamente la lucidez con que un viejo noble siciliano, Fabrizio Salina, ve cómo su mundo se le disuelve entre las manos, mientras el aire del Mediterráneo carga ya los gritos de la revuelta y Garibaldi.

La novela se hizo famosa no sólo por su destino trágico -fue publicada póstumamente luego de varios rechazos, e Italia la consagró de inmediato como una de sus obras mayores, hasta el punto que Luchino Visconti hizo de ella una hermosa película en 1963- sino también porque allí se narra, con belleza y maestría, la manera en que los poderosos se sirven del cambio y su engañoso discurso, para seguir siéndolo hasta el final de los días. Para que la Revolución sea el instrumento de la oligarquía (según Sócrates "el gobierno en que los ricos mandan y los demás no") y para que todo cambio consista siempre en que las cosas queden como estaban, y a veces peor. Esa es quizás la escena más famosa de El Gatopardo: cuando el sobrino Tancredi, listo para unirse al caos, le dice a don Fabrizio: "¡si queremos que todo se quede como está, es necesario que todo cambie!". Eso es el gatopardismo.

Y recuerdo esto porque ahora sí se nos vino en serio lo del bicentenario (menos mal hay Mundial), y hasta el año 25 no se hablará en nuestros países de nada más, presidentes vitalicios aparte. Y aunque no todo será el delirio patriotero y las estatuas, nunca sobra regar un poco más de sal a la hora de la fiesta. Y decir, como en su tiempo lo hizo Fernando Guillén Martínez, que nuestra Revolución fue un episodio del más puro gatopardismo, y que quienes la hicieron no acababan con el orden colonial, sino que lo prolongaban y encarnaban en todos sus matices, llevándolo a una "etapa superior" e infinita en la que la ausencia de la Monarquía y sus fueros dejó a los criollos sin límites ni pudores, herederos felices de la Encomienda, dueños por fin del potrero.

Que Caldas, Torres, Lozano y demás eran unos perfectos hidalgos castellanos -al menos eso es lo que reivindican siempre en sus escritos, que en nada difieren de los memoriales del siglo XVII en que los "españoles americanos" buscaban cada vez mejores puestos- y su actitud no desmerecía nunca: de allí su apego voraz por la burocracia, y esa obsesión por la blancura propia de los dueños periféricos de todo Imperio. Hombres del barroco (aquí hasta el tiempo llegó tarde: la reforma gregoriana del calendario, en el siglo XVI, se demoró seis meses en un barco) a los que Napoleón les tuvo que hacer la independencia.Revisen las bibliotecas de los próceres. Cuando leyeron a Newton (yo vi el ejemplar de Eloy Valenzuela) sólo subrayaron sus interpretaciones del Antiguo Testamento. Ese fue el drama de nuestra Revolución: que fuera una revolución burguesa en una sociedad que no lo era, con unas estructuras culturales y políticas completamente hispánicas y medievales.Dios sabe cómo hace sus cosas: el primer príncipe italiano de Lampedusa, ancestro del autor de El Gatopardo, recibió su corona de un rey español. Sí: todo tiene que cambiar para que nada cambie.catuloelperro@hotmail.com

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