Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
Doscientos años es un lapso suficiente para que la Historia dé un veredicto justo de lo que ha pasado con el Destino de nuestros aborígenes sobre el suelo americano. “Fueron descubiertos” nos dicen los textos y rezan los profesores en las escuelas cuando narran el desembarque de Colón.
Quienes, efectivamente, poblaban todo el territorio, en las planicies, junto a los nevados y los ríos o metidos en la selva, conviviendo con serpientes, tortugas y peces eran los Tunebos, los Huitotos, los Coreguajes, los Makú, los Kogui, los Emberá-Catíos, los Paeces. Allí sus dioses Sol, Luna y el agua los abarcaban y llenaban su vida. La tierra en que dormían era cuidada y para ello no tenían cercas ni decámetros. Nadie les escrituró el sol, ni los ríos y desde siempre vivieron como pudieron hacerlo también Eva y Adán en la gran finca de El Paraíso. Hasta que vino la ley lejana y a sablazos los despojaron de sus fueros.
Desde hace más de doscientos años tantas tribus milenarias, cuando no existían los nuevos criollos ni los actuales terratenientes, eran las usufructuarias de la nación extensa del continente. Pisó Colón las costas, enterró la bandera cristiana, deslumbró a los nativos con espejos, baratijas y les fue corriendo el límite de su vida y su cultura.
Luego llegaron Heredia, Ampudia, Jiménez de Quesada, el cruel Pizarro, Belalcázar, Robledo y a la vez que bautizaron con nombres extraños a los pueblos les impusieron su fe y su lengua, confinaron a los habitantes primigenios a los montes, apartándolos de sus caseríos con cultivos, como una raza sin dignidad ni merecimiento alguno. Es la real historia. Nadie los defendió. Tal vez un cura llamado Fray Bartolomé de las Casas.
Hablar hoy de Bicentenario de la Independencia para los cachacos, para los de corbata, para los terratenientes, los industriales, los banqueros, los dueños de aquellas tierras y tesoros, es un suceso que debía tildarse de vergüenza histórica. Y que ameritaría una reflexión que llevara a la indemnización, a la restitución, y al reconocimiento de que los títulos reales fueron una exacción a los justos poseedores y, por fin, se les tratara como seres racionales y no brutos o –peor- como criminales y auxiliares de la guerrilla. Hasta ellos no llegó el grito de independencia, ni la indulgencia de las armas.
Los aborígenes, llamados todavía indígenas, los indiscutibles primitivos dueños de las tierras americanas, ni siquiera han sido descubiertos. Detrás de sus olores a zarzaparrilla, a chuchuguaza, a tomillo, detrás de sus ojos tímidos y su bozo naciente, hay una dignidad y unos derechos a la civilidad, al respeto de sus tradiciones – que son, en últimas, también las nuestras -, más íntimas y sagradas.
Habrá banquetes, se cruzarán mensajes de felicitación por jefes de estado de otros continentes, sobrevolarán kafirs y mirages en los desfiles y los bombos saltarán en sus cueros golpeados mientras la gallina cacarea el Bicentenario. Y nuestros antepasados, hijos del viento y del colibrí, seguirán buscando dónde guarecerse. ¿Cuántos billones tendrá el Gobierno destinado en estas fechas para nuestros papos, taitas y su prole?
09-03-10 10:05 a.m.
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